Si hay algo que me ha intrigado toda la vida es conocer a personas que prefieren tener éxito a ser felices, lo peor de ello es que es una pa...
Si hay algo que me ha intrigado toda la vida es conocer a personas que prefieren tener éxito a ser felices, lo peor de ello es que es una patología bien vista por la sociedad.
Por supuesto, al analizar las motivaciones de quienes sueñan con recibir premios, salir en la foto y gozar del aplauso de multitudes, es posible encontrar siempre rasgos en común: le tienen terror al fracaso, sumado al miedo irracional de no “llegar a ser alguien”, y ese es el motor de muchas de sus decisiones y de casi todos sus actos, suelen ser adictos al trabajo, o workaholics, y en casos extremos se sienten culpables si no están ocupados con quehaceres productivos, considerando el ocio y el descanso como una pérdida de tiempo.
Estas personas suelen vivir desconectadas de sí mismas, de sus emociones y sentimientos, están completamente absortos en el celular; en el nombre de la eficiencia y la profesionalidad, siempre están disponibles para sus jefes o para sus clientes, y relegan a la familia y los amigos a un segundo plano; son ambiciosos y muy competitivos, y sus relaciones están basadas en el interés; para ellos la vida es una carrera, una competencia que deben ganar a toda costa, pero se obsesionan tanto en ganar que terminan siendo incapaces de disfrutar del camino; construyen una máscara brillante, forjada por títulos académicos y pomposos cargos profesionales, su prioridad es mostrar una buena imagen, y eso los vuelve víctimas de la vanidad: si los demás no les reconocen sus logros, entonces ellos mismos se encargan de que todo el mundo se entere.
Su carácter exhibicionista los convierte en los pavorreales de las redes sociales, y saben cautivar la atención de los demás al desplegar un encanto personal bien calculado; son expertos en crear una magnífica impresión de sí mismos. Y ya que hablamos de animales, también los podemos identificar como un camaleón, pues se adaptan a sus interlocutores, mostrando aspectos de su personalidad que les garanticen una buena reputación social; sienten que si no brillan, sobresalen o destacan, serán invisibles a los ojos de la gente y, en consecuencia, indignos de reconocimiento.
El problema con los adictos al éxito es que cuando logran finalmente llegar a la cima se encuentran con una sensación de vacío insoportable; de pronto tienen lo que siempre habían deseado y, paradójicamente, sienten que las recompensas carecen de sentido; una vez conquistado el mundo se dan cuenta de que se han perdido a sí mismos.
Los adictos al éxito esconden una dolorosa herida: la de no sentirse valioso por el ser humano que es, y su búsqueda grita a los cuatro vientos su carencia de autoestima. He conocido a pocos adictos aprender a reconocerse a sí mismos y recordar quiénes son verdaderamente más allá de la máscara que se inventaron. Muy pocos.
Los que lograron sobrevivir su enloquecida carrera hacia el éxito lo hicieron porque redefinieron sus prioridades y su concepto de éxito al tomar decisiones movidas por valores que de verdad les importan, justo en ese momento se dieron cuenta de que ser feliz vale más que tener éxito.
Algunos de esos pocos sobrevivientes iniciaron una senda profesional mucho más vocacional, orientándose al bien común y no tanto a su propio interés; lo curioso es que el éxito apareció para ellos como resultado.
Para desarraigar en nosotros la urgencia de alcanzar el éxito a toda costa tenemos que recuperar a la persona que éramos antes de comenzar esa loca carrera, porque ella sabe perfectamente quiénes somos y cuál es nuestro propósito en esta vida; ser suficientemente valientes para escuchar a esa persona es el verdadero arte de comenzar a vivir.
jose@antoniozapata.com
Por supuesto, al analizar las motivaciones de quienes sueñan con recibir premios, salir en la foto y gozar del aplauso de multitudes, es posible encontrar siempre rasgos en común: le tienen terror al fracaso, sumado al miedo irracional de no “llegar a ser alguien”, y ese es el motor de muchas de sus decisiones y de casi todos sus actos, suelen ser adictos al trabajo, o workaholics, y en casos extremos se sienten culpables si no están ocupados con quehaceres productivos, considerando el ocio y el descanso como una pérdida de tiempo.
Estas personas suelen vivir desconectadas de sí mismas, de sus emociones y sentimientos, están completamente absortos en el celular; en el nombre de la eficiencia y la profesionalidad, siempre están disponibles para sus jefes o para sus clientes, y relegan a la familia y los amigos a un segundo plano; son ambiciosos y muy competitivos, y sus relaciones están basadas en el interés; para ellos la vida es una carrera, una competencia que deben ganar a toda costa, pero se obsesionan tanto en ganar que terminan siendo incapaces de disfrutar del camino; construyen una máscara brillante, forjada por títulos académicos y pomposos cargos profesionales, su prioridad es mostrar una buena imagen, y eso los vuelve víctimas de la vanidad: si los demás no les reconocen sus logros, entonces ellos mismos se encargan de que todo el mundo se entere.
Su carácter exhibicionista los convierte en los pavorreales de las redes sociales, y saben cautivar la atención de los demás al desplegar un encanto personal bien calculado; son expertos en crear una magnífica impresión de sí mismos. Y ya que hablamos de animales, también los podemos identificar como un camaleón, pues se adaptan a sus interlocutores, mostrando aspectos de su personalidad que les garanticen una buena reputación social; sienten que si no brillan, sobresalen o destacan, serán invisibles a los ojos de la gente y, en consecuencia, indignos de reconocimiento.
El problema con los adictos al éxito es que cuando logran finalmente llegar a la cima se encuentran con una sensación de vacío insoportable; de pronto tienen lo que siempre habían deseado y, paradójicamente, sienten que las recompensas carecen de sentido; una vez conquistado el mundo se dan cuenta de que se han perdido a sí mismos.
Los adictos al éxito esconden una dolorosa herida: la de no sentirse valioso por el ser humano que es, y su búsqueda grita a los cuatro vientos su carencia de autoestima. He conocido a pocos adictos aprender a reconocerse a sí mismos y recordar quiénes son verdaderamente más allá de la máscara que se inventaron. Muy pocos.
Los que lograron sobrevivir su enloquecida carrera hacia el éxito lo hicieron porque redefinieron sus prioridades y su concepto de éxito al tomar decisiones movidas por valores que de verdad les importan, justo en ese momento se dieron cuenta de que ser feliz vale más que tener éxito.
Algunos de esos pocos sobrevivientes iniciaron una senda profesional mucho más vocacional, orientándose al bien común y no tanto a su propio interés; lo curioso es que el éxito apareció para ellos como resultado.
Para desarraigar en nosotros la urgencia de alcanzar el éxito a toda costa tenemos que recuperar a la persona que éramos antes de comenzar esa loca carrera, porque ella sabe perfectamente quiénes somos y cuál es nuestro propósito en esta vida; ser suficientemente valientes para escuchar a esa persona es el verdadero arte de comenzar a vivir.
jose@antoniozapata.com