Cuando recién empezaba como reportero, creía que lo sabía todo. Me vanagloriaba de saber cómo escribir notitas informativas y sentía que est...
Cuando recién empezaba como reportero, creía que lo sabía todo. Me vanagloriaba de saber cómo escribir notitas informativas y sentía que estaba en los cuernos de la luna. Hasta que un buen día un colega, Matías Lozano, me retó a hacer una crónica. Entonces, después de varios años de escribir, me di cuenta que sabía prácticamente nada.
Me sentí abrumado. Ya habían pasado como quince años de ser el 'reportero estrella', y darme cuenta que era incapaz de contar una historia me hizo dudar de mi capacidad. Tuve que olvidar todas las tonterías que había aprendido hasta entonces y entrenar arduamente en el arte de narrar.
Tuve que entender que los meros datos sólo pueden activar en el cerebro solamente las partes del lenguaje encargadas de descifrar su significado. Y eso de casi nada sirve. Pero cuando esas mismas referencias forman parte de una historia entonces se activan las partes que el cerebro usa cuando estamos viviendo una experiencia real.
Tuvieron que pasar otros quince años para empezar a entender que las historias que consiguen involucrar y emocionar crean una mayor empatía y fortalecen habilidades sociales complejas. Consiguen también que el mensaje sea más duradero, se entienda mejor, e incluso que la gente que lo lea esté más dispuesta a actuar.
Treinta y dos años después de haber iniciado esta andadura de reportero, me doy cuenta de que apenas estoy empezando a aprender el oficio.
A todos nos gusta contar lo que nos ha pasado en el trabajo, la anécdota que acabamos de vivir en el optibús, o que nuestro jefe ponga atención a nuestros puntos de vista. Esa magia sucede cuando contamos esa historia del día con los entresijos que nos hacen humanos.
Así pues, este oficio de reportero no funciona si nos limitamos a explicar las cosas. Siempre es mejor contarlas.
Las historias son como los chistes, pues sólo funcionan si conocemos nuestro inicio y nuestro final. Y eso sólo se puede encontrar si tenemos claro cómo empezarlas y cómo acabarlas. Podemos devanear todo lo que queramos durante el desarrollo, pero el principio y el final no se pueden improvisar.
Una buena historia es una promesa, una esperanza. No sugiero que digamos mentiras ni que exageremos, sino que permitamos descubrir a nuestro interlocutor lo excepcional que encierra nuestro relato y entonces le demos plena justificación al tiempo que nos ha regalado con su atención.
Las buenas historias tienen algo en común: deben hacer que a la gente les importe lo que estamos contando. El guionista Andrew Stanton, de Pixar, lo tiene bien claro cuando dice: “Quizá sea el mandamiento más grande de la narrativa. Por favor, ¡haz que me importe! En lo emocional, en lo intelectual, en lo estético, haz que me importe”.
Involucrar a la otra persona que nos lee implica dejar espacio para su inteligencia. Resolver todo el misterio de un golpe es la muerte para cualquier historia. Y por supuesto es imprescindible usar lo que sabemos y lo que hemos vivido para que nuestra narración y la estructura de la historia que hemos construido defina su propio lenguaje.
Por supuesto, conocer la palabra escrita y sus innumerables poderes permite doblar, y a veces quebrantar, las reglas para crear un poderoso relato. Conocer con suficiencia el idioma español nos da las herramientas para darle valor a las palabras, alzarlas o bajarlas, acelerarlas o ralentizarlas. Le podemos poner intensidad o, simplemente, interrumpir con un estruendoso silencio.
Por eso un reportero que descubre el poder de las historias abandona para siempre la explicación de los meros hechos, más o menos aburridos. Lo importante es que sean verdaderos. Que hablen de nosotros y que, al hacerlo, nos hablemos a nosotros mismos.
Y, evidentemente, también es fundamental escuchar las historias de los demás. Llenarse de buenas narraciones. De cuentos. De fábulas. Hacer un esfuerzo para estar cerca de quienes nos han sabido llevar al remanso de sus relatos.
¿Qué sería lo mejor para un reportero?. Que de alguna forma lográramos la magia que conocían a la perfección nuestros abuelos. ¿Lo recuerda usted?, ¿Se fijó en sus hermanos o en sus primos cuando la abuela o el abuelo comenzaban una de sus historias?. Esa es la única manera de estar atentos a un relato: con los ojos abiertos como platos, con arrobo total, con la delicia de saberse sobre un barquito de papel, bien construido, que nos permita surcar la imaginación por encima de las olas de nuestra vida.
Me sentí abrumado. Ya habían pasado como quince años de ser el 'reportero estrella', y darme cuenta que era incapaz de contar una historia me hizo dudar de mi capacidad. Tuve que olvidar todas las tonterías que había aprendido hasta entonces y entrenar arduamente en el arte de narrar.
Tuve que entender que los meros datos sólo pueden activar en el cerebro solamente las partes del lenguaje encargadas de descifrar su significado. Y eso de casi nada sirve. Pero cuando esas mismas referencias forman parte de una historia entonces se activan las partes que el cerebro usa cuando estamos viviendo una experiencia real.
Tuvieron que pasar otros quince años para empezar a entender que las historias que consiguen involucrar y emocionar crean una mayor empatía y fortalecen habilidades sociales complejas. Consiguen también que el mensaje sea más duradero, se entienda mejor, e incluso que la gente que lo lea esté más dispuesta a actuar.
Treinta y dos años después de haber iniciado esta andadura de reportero, me doy cuenta de que apenas estoy empezando a aprender el oficio.
A todos nos gusta contar lo que nos ha pasado en el trabajo, la anécdota que acabamos de vivir en el optibús, o que nuestro jefe ponga atención a nuestros puntos de vista. Esa magia sucede cuando contamos esa historia del día con los entresijos que nos hacen humanos.
Así pues, este oficio de reportero no funciona si nos limitamos a explicar las cosas. Siempre es mejor contarlas.
Las historias son como los chistes, pues sólo funcionan si conocemos nuestro inicio y nuestro final. Y eso sólo se puede encontrar si tenemos claro cómo empezarlas y cómo acabarlas. Podemos devanear todo lo que queramos durante el desarrollo, pero el principio y el final no se pueden improvisar.
Una buena historia es una promesa, una esperanza. No sugiero que digamos mentiras ni que exageremos, sino que permitamos descubrir a nuestro interlocutor lo excepcional que encierra nuestro relato y entonces le demos plena justificación al tiempo que nos ha regalado con su atención.
Las buenas historias tienen algo en común: deben hacer que a la gente les importe lo que estamos contando. El guionista Andrew Stanton, de Pixar, lo tiene bien claro cuando dice: “Quizá sea el mandamiento más grande de la narrativa. Por favor, ¡haz que me importe! En lo emocional, en lo intelectual, en lo estético, haz que me importe”.
Involucrar a la otra persona que nos lee implica dejar espacio para su inteligencia. Resolver todo el misterio de un golpe es la muerte para cualquier historia. Y por supuesto es imprescindible usar lo que sabemos y lo que hemos vivido para que nuestra narración y la estructura de la historia que hemos construido defina su propio lenguaje.
Por supuesto, conocer la palabra escrita y sus innumerables poderes permite doblar, y a veces quebrantar, las reglas para crear un poderoso relato. Conocer con suficiencia el idioma español nos da las herramientas para darle valor a las palabras, alzarlas o bajarlas, acelerarlas o ralentizarlas. Le podemos poner intensidad o, simplemente, interrumpir con un estruendoso silencio.
Por eso un reportero que descubre el poder de las historias abandona para siempre la explicación de los meros hechos, más o menos aburridos. Lo importante es que sean verdaderos. Que hablen de nosotros y que, al hacerlo, nos hablemos a nosotros mismos.
Y, evidentemente, también es fundamental escuchar las historias de los demás. Llenarse de buenas narraciones. De cuentos. De fábulas. Hacer un esfuerzo para estar cerca de quienes nos han sabido llevar al remanso de sus relatos.
¿Qué sería lo mejor para un reportero?. Que de alguna forma lográramos la magia que conocían a la perfección nuestros abuelos. ¿Lo recuerda usted?, ¿Se fijó en sus hermanos o en sus primos cuando la abuela o el abuelo comenzaban una de sus historias?. Esa es la única manera de estar atentos a un relato: con los ojos abiertos como platos, con arrobo total, con la delicia de saberse sobre un barquito de papel, bien construido, que nos permita surcar la imaginación por encima de las olas de nuestra vida.