La lógica imperante, particularmente en las redes sociales, es creer a pies juntillas que podemos cambiar lo que los demás piensan. No despe...
La lógica imperante, particularmente en las redes sociales, es creer a pies juntillas que podemos cambiar lo que los demás piensan. No desperdiciaríamos tanto tiempo en dilucidar qué opinan los demás de nosotros si no estuviésemos tan convencidos de que podremos mejorar su juicio sobre nuestra persona.
Intentar por todos los medios tener siempre la razón es la enfermedad crónica de los mexicanos, y una de las causas por las que la polarización ha sentado sus reales en nuestra sociedad. La posesión de las propias ideas es siempre una causa de sufrimiento, y pretender buscar la solución a nuestras diferencias tratando de cambiar a los demás antes que examinar la causa real de los conflictos es uno de los más profundos problemas, porque entonces se vuelve nuestra la necesidad de tener razón.
No hace falta ser muy inteligente para saber que intentar imponer nuestras razones y opiniones a los demás siempre cuesta demasiado caro. Quizá una o dos veces podremos desautorizar las ideas de alguien, pero al final acabamos con una razón más y un amigo menos, y eso sencillamente no vale la pena.
Estar siempre en posesión de la verdad consume excesiva energía y demasiado tiempo, y nos impide disfrutar de los demás y de la paz mental de saber que en el fondo todos tenemos nuestra propia lógica.
Haga usted un alto en esta lectura y pregúntese con toda sinceridad: ¿Es mejor tener razón a costa de todo antes que ser feliz?
El materialismo nos induce a cosificar todo lo que conocemos, material o inmaterial. Así, los pensamientos acaban tomando forma y se convierten en materia de conflicto. Una idea o una creencia se acaban convirtiendo en una propiedad, una posesión que debe ser defendida para que no se muera en nuestras manos.
Las ideas y los pensamientos, repetidos constantemente durante algún tiempo, se convierten en un programa mental. Conforme se acumulan los años vamos sumando opiniones y creencias que se integran a lo que llamamos identidad construida o ego. Si alguien cuestiona o agrede esas posesiones mentales lo sentimos como un ataque personal, pues confundimos lo que es pensamiento e identidad. Visto desde afuera sabemos que no debiésemos confundir lo que somos con lo que pensamos, pero quienes se aferran a sus creencias con desesperación no lo tienen nada claro.
Es completamente normal tener gustos y preferencias, pero permitir que esas ideas e inclinaciones secuestren nuestra mente es una trampa. El pensamiento libre es una conquista humana, pero la libertad de opinión se vuelve un problema cuando impide a las personas abrirse a nuevas perspectivas o puntos de vista que no concuerden con las suyas.
Aquí cabe preguntarse ¿somos nuestras creencias?, y la respuesta es un NO absoluto y rotundo. Podemos tener convicciones, por supuesto, pero esencialmente no somos lo que pensamos, y nuestras opiniones no pueden definirnos. Alcanzar esta claridad no es fácil, ni sucede en corto tiempo, y esa realidad es la que explica los conflictos en el mundo, que suelen ser por cosas materiales y posesiones inmateriales.
Usted y yo siempre nos hablamos a nosotros mismos, y ese diálogo interno reafirma lo que creemos. Con eso en la mente, buscamos personas y situaciones que coincidan con esas creencias para reafirmarlas. Cuando nos encontramos con alguien que no coincide con lo que creemos, o una situación que choca con lo que 'validamos' como parte de nuestro paquete de creencias, entonces casi en automático lo rechazamos. Nos apegamos a nuestros pensamientos sin más examen, y hasta los cuestionamos en busca de una verdad que quizá no existe.
Sin embargo, el apego a las creencias no son el problema real, sino la identificación. Estar en contra una creencia o un hábito es absurdo. Dejar de identificarse con esa forma de pensar, cuestionarla, examinarla, soltarla, e incluso sacrificarla, es el verdadero principio de la libertad.
Y el inicio de este maravilloso camino a la libertad inicia con algo sumamente sencillo: dejar de reaccionar con agresividad o con críticas a las ideas de los demás.
Alcanzar esta fase de madurez es posible cuando entendemos que las creencias no son la identidad de las personas, sino una posesión mental.
Todos tenemos criterios y opiniones, pero no son lo que somos. Cuando llega el momento en el que logramos entender algo tan sencillo, entonces nos damos cuenta que no existe la distancia entre las personas.
Inténtelo alguna vez. Es algo realmente lindo. Y no significa que usted deba adoptar o validar lo que otras personas creen, pues ni siquiera se trata de estar de acuerdo. Se trata de aceptar que no entendemos a todo el mundo, y que por ende no todo el mundo nos entenderá.
El tamaño de nuestro rechazo a las ideas que no nos gustan es proporcional al apego a las nuestras. Las creencias de las personas no son el verdadero problema, sino nuestra posición contraria a ella.
El filósofo integrista Ken Wilber explica que la clave para resolver nuestros problemas es identificar las situaciones que disparan nuestro enojo para, posteriormente, integrarlas a nuestros mecanismos mentales y entrenarnos para no permitir que se disparen antes de que sea demasiado tarde. No se trata de cambiar nada, sino simplemente de observar lo que sucede con nosotros mismos para proceder a la observación desapegada y neutral de lo que dicen las demás personas y, en consecuencia, lograr la aceptación.
Los entendidos llaman asertividad a la capacidad de aceptar el comportamiento y las creencias ajenas, se trata simplemente de no reaccionar como animales salvajes al pensamiento o forma de vida de los demás, y reafirmar y expresar la posición personal sin tratar de imponerla a nuestros interlocutores.
Escuchar a las personas, aunque lo que digan esté en contra de nuestra opinión, es la prueba máxima de la empatía, el respeto y la aceptación. No olvide que tal vez eso sea lo único que necesitan, y si usted puede darles eso que necesitan, quizá logre la magia de que ellos a su vez renuncien también a imponer sus opiniones y creencias.
Intentar por todos los medios tener siempre la razón es la enfermedad crónica de los mexicanos, y una de las causas por las que la polarización ha sentado sus reales en nuestra sociedad. La posesión de las propias ideas es siempre una causa de sufrimiento, y pretender buscar la solución a nuestras diferencias tratando de cambiar a los demás antes que examinar la causa real de los conflictos es uno de los más profundos problemas, porque entonces se vuelve nuestra la necesidad de tener razón.
No hace falta ser muy inteligente para saber que intentar imponer nuestras razones y opiniones a los demás siempre cuesta demasiado caro. Quizá una o dos veces podremos desautorizar las ideas de alguien, pero al final acabamos con una razón más y un amigo menos, y eso sencillamente no vale la pena.
Estar siempre en posesión de la verdad consume excesiva energía y demasiado tiempo, y nos impide disfrutar de los demás y de la paz mental de saber que en el fondo todos tenemos nuestra propia lógica.
Haga usted un alto en esta lectura y pregúntese con toda sinceridad: ¿Es mejor tener razón a costa de todo antes que ser feliz?
El materialismo nos induce a cosificar todo lo que conocemos, material o inmaterial. Así, los pensamientos acaban tomando forma y se convierten en materia de conflicto. Una idea o una creencia se acaban convirtiendo en una propiedad, una posesión que debe ser defendida para que no se muera en nuestras manos.
Las ideas y los pensamientos, repetidos constantemente durante algún tiempo, se convierten en un programa mental. Conforme se acumulan los años vamos sumando opiniones y creencias que se integran a lo que llamamos identidad construida o ego. Si alguien cuestiona o agrede esas posesiones mentales lo sentimos como un ataque personal, pues confundimos lo que es pensamiento e identidad. Visto desde afuera sabemos que no debiésemos confundir lo que somos con lo que pensamos, pero quienes se aferran a sus creencias con desesperación no lo tienen nada claro.
Es completamente normal tener gustos y preferencias, pero permitir que esas ideas e inclinaciones secuestren nuestra mente es una trampa. El pensamiento libre es una conquista humana, pero la libertad de opinión se vuelve un problema cuando impide a las personas abrirse a nuevas perspectivas o puntos de vista que no concuerden con las suyas.
Aquí cabe preguntarse ¿somos nuestras creencias?, y la respuesta es un NO absoluto y rotundo. Podemos tener convicciones, por supuesto, pero esencialmente no somos lo que pensamos, y nuestras opiniones no pueden definirnos. Alcanzar esta claridad no es fácil, ni sucede en corto tiempo, y esa realidad es la que explica los conflictos en el mundo, que suelen ser por cosas materiales y posesiones inmateriales.
Usted y yo siempre nos hablamos a nosotros mismos, y ese diálogo interno reafirma lo que creemos. Con eso en la mente, buscamos personas y situaciones que coincidan con esas creencias para reafirmarlas. Cuando nos encontramos con alguien que no coincide con lo que creemos, o una situación que choca con lo que 'validamos' como parte de nuestro paquete de creencias, entonces casi en automático lo rechazamos. Nos apegamos a nuestros pensamientos sin más examen, y hasta los cuestionamos en busca de una verdad que quizá no existe.
Sin embargo, el apego a las creencias no son el problema real, sino la identificación. Estar en contra una creencia o un hábito es absurdo. Dejar de identificarse con esa forma de pensar, cuestionarla, examinarla, soltarla, e incluso sacrificarla, es el verdadero principio de la libertad.
Y el inicio de este maravilloso camino a la libertad inicia con algo sumamente sencillo: dejar de reaccionar con agresividad o con críticas a las ideas de los demás.
Alcanzar esta fase de madurez es posible cuando entendemos que las creencias no son la identidad de las personas, sino una posesión mental.
Todos tenemos criterios y opiniones, pero no son lo que somos. Cuando llega el momento en el que logramos entender algo tan sencillo, entonces nos damos cuenta que no existe la distancia entre las personas.
Inténtelo alguna vez. Es algo realmente lindo. Y no significa que usted deba adoptar o validar lo que otras personas creen, pues ni siquiera se trata de estar de acuerdo. Se trata de aceptar que no entendemos a todo el mundo, y que por ende no todo el mundo nos entenderá.
El tamaño de nuestro rechazo a las ideas que no nos gustan es proporcional al apego a las nuestras. Las creencias de las personas no son el verdadero problema, sino nuestra posición contraria a ella.
El filósofo integrista Ken Wilber explica que la clave para resolver nuestros problemas es identificar las situaciones que disparan nuestro enojo para, posteriormente, integrarlas a nuestros mecanismos mentales y entrenarnos para no permitir que se disparen antes de que sea demasiado tarde. No se trata de cambiar nada, sino simplemente de observar lo que sucede con nosotros mismos para proceder a la observación desapegada y neutral de lo que dicen las demás personas y, en consecuencia, lograr la aceptación.
Los entendidos llaman asertividad a la capacidad de aceptar el comportamiento y las creencias ajenas, se trata simplemente de no reaccionar como animales salvajes al pensamiento o forma de vida de los demás, y reafirmar y expresar la posición personal sin tratar de imponerla a nuestros interlocutores.
Escuchar a las personas, aunque lo que digan esté en contra de nuestra opinión, es la prueba máxima de la empatía, el respeto y la aceptación. No olvide que tal vez eso sea lo único que necesitan, y si usted puede darles eso que necesitan, quizá logre la magia de que ellos a su vez renuncien también a imponer sus opiniones y creencias.
jose@antoniozapata.com