Puede que haya sido una mala idea poner mi correo electrónico al final de esta columna, porque me llegan consultas que sólo un profesional d...
Puede que haya sido una mala idea poner mi correo electrónico al final de esta columna, porque me llegan consultas que sólo un profesional de la psicología puede resolver, en todo caso puedo dar mi opinión sobre lo mismo que nos obsesiona a todos los que estamos enfermos de vida, y que esta mañana encontré en mi buzón en forma de preguntas: ¿Quién soy yo realmente?, ¿cómo puedo llegar a ser yo mismo?
Ni idea, la verdad. Yo también me encuentro en esa búsqueda, pero puedo intuir que definitivamente no se puede llegar a ese nivel de desarrollo mental si seguimos viviendo condicionados por los juicios de las personas y si tratamos de pensar, sentir y comportarnos de la manera en que los demás creen que debemos hacerlo.
Nuestra sociedad ama la competencia que busca el éxito y la excelencia, y por eso no tolera el fracaso; hay incluso escuelas que presumen que en su oferta educativa cuentan con sistemas de competición para descollar las habilidades. Los niños de ahora son juzgados por los profesores y por sus compañeros de clase, sienten la presión de ser los número uno en todo en el kínder, en la primaria, en la secundaria, en la preparatoria y en la universidad y, peor aún, los padres promueven y estimulan esa conducta, porque ellos mismos están sometidos a esa absurda escala de valor.
Los medios de comunicación somos estupendos proveedores de frustraciones personales. ¿Ya se revisó la presión?, ¿ya viajó suficiente?, ¿cuida bien a su familia?, ¿está al día de política?, ¿su peso es el adecuado?, ¿hace suficiente deporte?, ¿ha visto la última película más taquillera?; con una presión tan descomunal es fácil que prácticamente nadie esté a la altura de las circunstancias.
"La forma más profunda de desesperación es la de aquel que ha decidido ser alguien diferente", dijo alguna vez el filósofo existencialista Sören Kierkegaard. Y vaya que estos tiempos le dan la razón.
Ser uno mismo requiere conocerse y ser consciente de qué tanto la imagen propia coincide con el yo real, se trata de que dejemos de vernos como inaceptables, indignos de respeto, inútiles, poco competentes, carentes de creatividad, obligados a vivir según normas ajenas e inseguros; si aceptamos nuestras imperfecciones comenzaremos a vernos como personas con fallos y que no siempre actuamos como queremos y, se lo aseguro, es cuando uno empieza a disfrutar más la vida y se empieza a cuidar mejor. Y es cuando la opinión de los demás sobre nosotros empieza a dejar de importar tanto.
Encontrar ese remanso que es conectar de nuevo con uno mismo nos vuelve más creativos y las preguntas que nos hacemos son distintas, pues ya se centran en cosas que va de ¿cómo experimento mejor esto?, ¿qué significa para mí?; si me comporto de cierta forma, ¿cómo puedo darme cuenta del significado que tendrá para mí? Y eso es pasar de preguntarse qué esperan los demás a considerar qué es lo que realmente queremos nosotros.
Haber estado en un colegio jesuita me permitió encontrar a Francisco Jálics, quien sostiene que ser auténtico es más valioso que ser sincero: la persona sincera dice lo que piensa; la auténtica, en cambio, lo que efectivamente siente.
Alcanzar ese alto objetivo también requiere de quitarnos los malos hábitos y abandonar las opiniones falsas: desaprender, en suma; entonces es cuando se puede encender la luz de la razón e inspeccionar todos los rincones del alma, dedicar tiempo para ocuparnos de nosotros mismos, prestar atención a nuestras necesidades, establecer relaciones con nosotros mismos, acumular el valor para luchar contra las adversidades, cuidarnos para curarnos y convertir esos ejercicios mentales en una forma de vida; llegando a eso, entonces seremos estupendos aprendices del filósofo griego Epicuro: "Nunca es demasiado pronto ni demasiado tarde para que uno se ocupe de su propia alma".
jose@antoniozapata.com
Ni idea, la verdad. Yo también me encuentro en esa búsqueda, pero puedo intuir que definitivamente no se puede llegar a ese nivel de desarrollo mental si seguimos viviendo condicionados por los juicios de las personas y si tratamos de pensar, sentir y comportarnos de la manera en que los demás creen que debemos hacerlo.
Nuestra sociedad ama la competencia que busca el éxito y la excelencia, y por eso no tolera el fracaso; hay incluso escuelas que presumen que en su oferta educativa cuentan con sistemas de competición para descollar las habilidades. Los niños de ahora son juzgados por los profesores y por sus compañeros de clase, sienten la presión de ser los número uno en todo en el kínder, en la primaria, en la secundaria, en la preparatoria y en la universidad y, peor aún, los padres promueven y estimulan esa conducta, porque ellos mismos están sometidos a esa absurda escala de valor.
Los medios de comunicación somos estupendos proveedores de frustraciones personales. ¿Ya se revisó la presión?, ¿ya viajó suficiente?, ¿cuida bien a su familia?, ¿está al día de política?, ¿su peso es el adecuado?, ¿hace suficiente deporte?, ¿ha visto la última película más taquillera?; con una presión tan descomunal es fácil que prácticamente nadie esté a la altura de las circunstancias.
"La forma más profunda de desesperación es la de aquel que ha decidido ser alguien diferente", dijo alguna vez el filósofo existencialista Sören Kierkegaard. Y vaya que estos tiempos le dan la razón.
Ser uno mismo requiere conocerse y ser consciente de qué tanto la imagen propia coincide con el yo real, se trata de que dejemos de vernos como inaceptables, indignos de respeto, inútiles, poco competentes, carentes de creatividad, obligados a vivir según normas ajenas e inseguros; si aceptamos nuestras imperfecciones comenzaremos a vernos como personas con fallos y que no siempre actuamos como queremos y, se lo aseguro, es cuando uno empieza a disfrutar más la vida y se empieza a cuidar mejor. Y es cuando la opinión de los demás sobre nosotros empieza a dejar de importar tanto.
Encontrar ese remanso que es conectar de nuevo con uno mismo nos vuelve más creativos y las preguntas que nos hacemos son distintas, pues ya se centran en cosas que va de ¿cómo experimento mejor esto?, ¿qué significa para mí?; si me comporto de cierta forma, ¿cómo puedo darme cuenta del significado que tendrá para mí? Y eso es pasar de preguntarse qué esperan los demás a considerar qué es lo que realmente queremos nosotros.
Haber estado en un colegio jesuita me permitió encontrar a Francisco Jálics, quien sostiene que ser auténtico es más valioso que ser sincero: la persona sincera dice lo que piensa; la auténtica, en cambio, lo que efectivamente siente.
Alcanzar ese alto objetivo también requiere de quitarnos los malos hábitos y abandonar las opiniones falsas: desaprender, en suma; entonces es cuando se puede encender la luz de la razón e inspeccionar todos los rincones del alma, dedicar tiempo para ocuparnos de nosotros mismos, prestar atención a nuestras necesidades, establecer relaciones con nosotros mismos, acumular el valor para luchar contra las adversidades, cuidarnos para curarnos y convertir esos ejercicios mentales en una forma de vida; llegando a eso, entonces seremos estupendos aprendices del filósofo griego Epicuro: "Nunca es demasiado pronto ni demasiado tarde para que uno se ocupe de su propia alma".
jose@antoniozapata.com