Cada vez son más las voces que 'advierten' sobre los supuestos 'peligros' de las redes sociales. Diariamente nos encontramos...
Cada vez son más las voces que 'advierten' sobre los supuestos 'peligros' de las redes sociales. Diariamente nos encontramos con decenas de antievangelizadores que pronostican grandes males si seguimos permitiendo que las 'social media' se vuelvan contra nosotros.
Así, no falta quien diga que en Twitter y en WhatsApp hay información errónea, que Facebook es el tinglado digital que ayudó a Donald Trump, que Rusia está ganando la guerra de redes sociales contra Estados Unidos, que los filtros no son suficientes para proteger a la democracia; en suma, que las redes sociales están destruyendo al mundo.
Hace apenas diez años Internet era una panacea, y ahora se hace más grande el coro catastrofista que asegura que la red de redes es lo peor que le pudo haber pasado a la humanidad.
Por supuesto los medios hemos encontrado una veta cataclísmica para reducir nuestra disonancia: si alguna vez Internet fue una vía para derrocar dictadores, hoy es una herramienta para los autócratas; si alguna vez las redes sociales conectaron a la humanidad, hoy la polarizan en bandos irreconciliables; si antes era plataforma para la valerosa disidencia, hoy es un jardín de niños para el terrorismo, el racismo y la misoginia.
Y a nuestro coro se han unido los políticos. Aún resuena lo que dijo Theresa May, primera ministra del Reino Unido, al culpar a la red por el ataque terrorista que ocurrió en Londres, y ahora dice estar trabajando con el primer ministro de Francia, Emmanuel Macron, para sancionar a las compañías de tecnología que no tomen medidas contra el extremismo en línea.
No vayamos tan lejos, aquí en México ha habido intentos de políticos, si es que se les puede denominar así, que han pretendido legislar en contra del intercambio digital por considerarlo perjudicial para su forma de entender la democracia.
Es cierto que Internet tiene graves desventajas, y quizá la peor sea la carencia de cultura de redes sociales, y la poca que hay no funciona; pero el pesimismo excesivo también tiene fuertes riesgos, porque los políticos usan las noticias falsas como justificación para la censura; este peligro surge gracias a las voces contra los difusores de rumores y leyendas urbanas, y recordemos que por ahora el único país que castiga con cárcel a este mismo tipo de personas es China. El malogrado combate al terrorismo está buscando obligar a las plataformas tecnológicas eliminar ciertos contenidos, y eso puede ir directo en contra de la libertad de expresión.
Esta es la época en la que los activistas necesitan más la tecnología, pero si nos dejamos invadir por el pesimismo la gente perderá la fe en el poder de las redes sociales como herramienta de resistencia.
Internet es el problema, cierto, pero es al mismo tiempo la solución.
Hay una estupenda frase en la novela Walkaway de Cory Doctorow, en la que uno de sus personajes dice: “La única forma de reivindicar la resistencia popular contra el control autocrático de la tecnología es apoderándose de los medios de información. No es algo que vamos a lograr con latas y estambre”.
El pesimismo que reina ahora es causa, quizá, de las altísimas expectativas que se construyeron sobre Internet cuando el año 2000 apenas llegaba; luego vimos cómo se exageró sobre las revoluciones organizadas desde las redes sociales, como las de Irán, Egipto y la llamada “Occupy Wall Street”, que al final tuvieron consecuencias mucho peores.
Internet no es liberador ni represivo. Si alguna vez fuimos excesivamente entusiastas y fracasamos, irnos exactamente al otro lado provocará resultados más funestos.
El justo medio podría ser el escepticismo de los usuarios y de los responsables de elaborar políticas, que los disidentes sepan cómo protegerse contra la vigilancia, entender hasta qué punto los terroristas y criminales pueden manipular las redes sociales, y que las empresas proveedoras del servicio de Internet contribuyan a que sus plataformas sean más seguras.
La cuestión fundamental es que Internet no es ni liberador ni represivo por naturaleza. Si alguna vez nos excedimos con nuestro entusiasmo en el uso de las tecnologías, parece ser que ahora vamos hacia el otro extremo. Y, créame, en una democracia tan frágil, no nos conviene cometer un error aún peor.
Así, no falta quien diga que en Twitter y en WhatsApp hay información errónea, que Facebook es el tinglado digital que ayudó a Donald Trump, que Rusia está ganando la guerra de redes sociales contra Estados Unidos, que los filtros no son suficientes para proteger a la democracia; en suma, que las redes sociales están destruyendo al mundo.
Hace apenas diez años Internet era una panacea, y ahora se hace más grande el coro catastrofista que asegura que la red de redes es lo peor que le pudo haber pasado a la humanidad.
Por supuesto los medios hemos encontrado una veta cataclísmica para reducir nuestra disonancia: si alguna vez Internet fue una vía para derrocar dictadores, hoy es una herramienta para los autócratas; si alguna vez las redes sociales conectaron a la humanidad, hoy la polarizan en bandos irreconciliables; si antes era plataforma para la valerosa disidencia, hoy es un jardín de niños para el terrorismo, el racismo y la misoginia.
Y a nuestro coro se han unido los políticos. Aún resuena lo que dijo Theresa May, primera ministra del Reino Unido, al culpar a la red por el ataque terrorista que ocurrió en Londres, y ahora dice estar trabajando con el primer ministro de Francia, Emmanuel Macron, para sancionar a las compañías de tecnología que no tomen medidas contra el extremismo en línea.
No vayamos tan lejos, aquí en México ha habido intentos de políticos, si es que se les puede denominar así, que han pretendido legislar en contra del intercambio digital por considerarlo perjudicial para su forma de entender la democracia.
Es cierto que Internet tiene graves desventajas, y quizá la peor sea la carencia de cultura de redes sociales, y la poca que hay no funciona; pero el pesimismo excesivo también tiene fuertes riesgos, porque los políticos usan las noticias falsas como justificación para la censura; este peligro surge gracias a las voces contra los difusores de rumores y leyendas urbanas, y recordemos que por ahora el único país que castiga con cárcel a este mismo tipo de personas es China. El malogrado combate al terrorismo está buscando obligar a las plataformas tecnológicas eliminar ciertos contenidos, y eso puede ir directo en contra de la libertad de expresión.
Esta es la época en la que los activistas necesitan más la tecnología, pero si nos dejamos invadir por el pesimismo la gente perderá la fe en el poder de las redes sociales como herramienta de resistencia.
Internet es el problema, cierto, pero es al mismo tiempo la solución.
Hay una estupenda frase en la novela Walkaway de Cory Doctorow, en la que uno de sus personajes dice: “La única forma de reivindicar la resistencia popular contra el control autocrático de la tecnología es apoderándose de los medios de información. No es algo que vamos a lograr con latas y estambre”.
El pesimismo que reina ahora es causa, quizá, de las altísimas expectativas que se construyeron sobre Internet cuando el año 2000 apenas llegaba; luego vimos cómo se exageró sobre las revoluciones organizadas desde las redes sociales, como las de Irán, Egipto y la llamada “Occupy Wall Street”, que al final tuvieron consecuencias mucho peores.
Internet no es liberador ni represivo. Si alguna vez fuimos excesivamente entusiastas y fracasamos, irnos exactamente al otro lado provocará resultados más funestos.
El justo medio podría ser el escepticismo de los usuarios y de los responsables de elaborar políticas, que los disidentes sepan cómo protegerse contra la vigilancia, entender hasta qué punto los terroristas y criminales pueden manipular las redes sociales, y que las empresas proveedoras del servicio de Internet contribuyan a que sus plataformas sean más seguras.
La cuestión fundamental es que Internet no es ni liberador ni represivo por naturaleza. Si alguna vez nos excedimos con nuestro entusiasmo en el uso de las tecnologías, parece ser que ahora vamos hacia el otro extremo. Y, créame, en una democracia tan frágil, no nos conviene cometer un error aún peor.