Esta mañana un colega me comentó que esta columna comenzaba a tener un cariz de autoelogio que le resultaba insoportable. Le dije, con más a...
Esta mañana un colega me comentó que esta columna comenzaba a tener un cariz de autoelogio que le resultaba insoportable. Le dije, con más amabilidad por supuesto, que siempre existía la posibilidad de que evitase leerla, y me respondió que no había considerado eso, porque sus defectos eran mejores que los míos y que disfrutaba de saber que yo estaba mucho peor que él, pues la espiritualidad que había encontrado en una lectura de un profeta del momento lo había hecho encontrar su ultraego. Me dejó de una pieza, lo confieso.
Y es que estamos tan al pendiente de nosotros mismos que olvidamos vivir. Estamos de lleno en el el peliagudo autoconocimiento, la absoluta dedicación a uno mismo, y eso nos ha tendido una terrible trampa.
La historia del oráculo de Delfos, en Grecia, relata que existía a la entrada del templo una placa que decía “Conócete a ti mismo”, y su única explicación (creo) es que se trata de una exhortación a la prudencia y a la mesura a la hora de las expectativas y las esperanzas, particularmente cuando se pide una excesiva generosidad. Indagar en nosotros mismos es conocer los propios límites.
Ese consejo sigue siendo válido. Lograr entenderse es prácticamente conocer el secreto del universo, pero tal conocimiento está oculto, es un elusivo tesoro que yace dentro de nosotros.
Hay ahora una boyante industria dedicada al autoconocimiento, y vende todo lo que está relacionado con encontrarse a uno mismo, ya sea en la estética, la dietética, la psicológica y hasta la espiritual. Así, cada vez más y más adeptos a esta nueva adicción se aglutinan en las redes al materialismo espiritual. Son legiones que buscan respuestas a preguntas de este tipo: ¿por qué no puedo ser feliz? o ¿por qué mi vida sigue siendo igual?.
Y allí van, preguntándole a infinidad de oráculos digitales esos mismos porqués, y la respuesta es tan evidente que duele: porque viven demasiado centrados en sí mismos. De tanto buscar ese tesoro en el alma se olvidan de vivir la vida que tienen frente a sus narices.
Y la paradoja de todo esto es que entre más se centra uno en sí mismo es más fácil perderse, y le pasa a todos los que tratan de generar buenos números en todos los ámbitos de su vida. Hay tantos pendientes por resolver, tantas cosas en que pensar, y tantos estímulos a los que responder, que no nos queda más remedio que vivir para nosotros mismos, echándole la culpa a un mundo que no nos deja en paz.
Y en la autoexploración no todo funciona; hay falsos profetas, negocios y discursos que explotan económicamente la desesperanza. Miles de personas confunden los fenómenos psíquicos con epifanías, y practican la incongruencia de vivir con estrés toda la semana y conectar ellos mismos de viernes a domingo.
Mala inversión en un mundo lleno de salidas fáciles.
Una vida en paz y con equilibrio demanda una transformación personal. Es necesario dejar de ser como se es para pasar a convertirse en lo que quiere ser, integrando en la vida esa azarosa consigna del “conócete a ti mismo”. Pero para encontrarse se necesita del otro, es necesario un espejo que nos muestre la realidad que experimentamos, para luego adoptar una forma de vivir y de relacionarnos con los demás.
Porque sólo así podemos dar el gran salto al vacío: salir de uno mismo y develar lo que existe más allá de nuestra programación emocional y mental.
Los afortunados que lo logran se instalan en el silencio o la contemplación, los que se vuelcan a un arte, los que se dan completos a los demás. Se abandonan a un delicioso olvido de sí mismos para que el bien, lo bello y lo verdadero entren hasta los huesos.
Es eso lo que buscamos con tanto afán: abandonar nuestro centro para encontrarnos.
Y es que estamos tan al pendiente de nosotros mismos que olvidamos vivir. Estamos de lleno en el el peliagudo autoconocimiento, la absoluta dedicación a uno mismo, y eso nos ha tendido una terrible trampa.
La historia del oráculo de Delfos, en Grecia, relata que existía a la entrada del templo una placa que decía “Conócete a ti mismo”, y su única explicación (creo) es que se trata de una exhortación a la prudencia y a la mesura a la hora de las expectativas y las esperanzas, particularmente cuando se pide una excesiva generosidad. Indagar en nosotros mismos es conocer los propios límites.
Ese consejo sigue siendo válido. Lograr entenderse es prácticamente conocer el secreto del universo, pero tal conocimiento está oculto, es un elusivo tesoro que yace dentro de nosotros.
Hay ahora una boyante industria dedicada al autoconocimiento, y vende todo lo que está relacionado con encontrarse a uno mismo, ya sea en la estética, la dietética, la psicológica y hasta la espiritual. Así, cada vez más y más adeptos a esta nueva adicción se aglutinan en las redes al materialismo espiritual. Son legiones que buscan respuestas a preguntas de este tipo: ¿por qué no puedo ser feliz? o ¿por qué mi vida sigue siendo igual?.
Y allí van, preguntándole a infinidad de oráculos digitales esos mismos porqués, y la respuesta es tan evidente que duele: porque viven demasiado centrados en sí mismos. De tanto buscar ese tesoro en el alma se olvidan de vivir la vida que tienen frente a sus narices.
Y la paradoja de todo esto es que entre más se centra uno en sí mismo es más fácil perderse, y le pasa a todos los que tratan de generar buenos números en todos los ámbitos de su vida. Hay tantos pendientes por resolver, tantas cosas en que pensar, y tantos estímulos a los que responder, que no nos queda más remedio que vivir para nosotros mismos, echándole la culpa a un mundo que no nos deja en paz.
Y en la autoexploración no todo funciona; hay falsos profetas, negocios y discursos que explotan económicamente la desesperanza. Miles de personas confunden los fenómenos psíquicos con epifanías, y practican la incongruencia de vivir con estrés toda la semana y conectar ellos mismos de viernes a domingo.
Mala inversión en un mundo lleno de salidas fáciles.
Una vida en paz y con equilibrio demanda una transformación personal. Es necesario dejar de ser como se es para pasar a convertirse en lo que quiere ser, integrando en la vida esa azarosa consigna del “conócete a ti mismo”. Pero para encontrarse se necesita del otro, es necesario un espejo que nos muestre la realidad que experimentamos, para luego adoptar una forma de vivir y de relacionarnos con los demás.
Porque sólo así podemos dar el gran salto al vacío: salir de uno mismo y develar lo que existe más allá de nuestra programación emocional y mental.
Los afortunados que lo logran se instalan en el silencio o la contemplación, los que se vuelcan a un arte, los que se dan completos a los demás. Se abandonan a un delicioso olvido de sí mismos para que el bien, lo bello y lo verdadero entren hasta los huesos.
Es eso lo que buscamos con tanto afán: abandonar nuestro centro para encontrarnos.
jose@antoniozapata.com