A mi correo llegó un mensaje para preguntarme sobre un tema que tiene que ver con la aceptación social. Debo advertir que soy un simple repo...
A mi correo llegó un mensaje para preguntarme sobre un tema que tiene que ver con la aceptación social. Debo advertir que soy un simple reportero, y como tal me atreveré a opinar sobre el asunto desde una perspectiva totalmente profana.
Más en redes sociales, pero también frecuente en la calle y en los lugares de trabajo, hay quienes aseguran a los cuatro vientos que nadie les importa, que se conducen bajo sus propios criterios y que nadie les puede decir cómo comportarse. Creo que esta actitud tiene que ver justo con lo contrario. Lo dicen porque en realidad están muy al pendiente de lo que la gente opine de ellos, porque no existe el amor propio.
Es imposible que exista un humano que viva por sí mismo, incluso viviendo aislado. En nuestra mente siempre están los demás, los fenómenos que nos envuelven, los recuerdos y las proyecciones, lo cercano y lo trascendente. Solos o en comunidad, el otro está ahí siempre presente en nuestra vida.
Cuando nos asalta el miedo a no encajar o, por el contrario, tememos quedar diluidos entre los prejuicios sociales y los intereses ajenos, pueden pasar dos cosas: nos adaptamos en exceso o nos rebelamos contra todo. Son intentos erróneos para abordar la adaptación entre ser uno mismo sin dejar de serlo ante los demás y, al mismo tiempo, reconocer a los demás en lo que son.
Las personas que se adaptan exageradamente a los demás, a las reglas, a las exigencias del contexto y a lo conveniente son las que se matan buscando la aprobación, sentirse aceptadas, reconocidas, pertenecientes, amadas incluso. Funciona como pago por tanto afán y entrega. El problema es que el costo de todo ese trabajo es la desconexión, los desengaños de los demás y llenarse de obligaciones absurdas.
En este oficio de reportero nos toca ver a cientos, a veces miles, de personas que buscan aprobación a toda costa, y por ello viven divididas entre sus intereses y los ajenos. No pueden decir que no. Se ven forzados a ser complacientes y cumplidoras, dignas de confianza, meticulosas y eficientes. Les da terror el error o los juicios equivocados y valoran en exceso la disciplina, la perfección y la lealtad.
Vivir así es no vivir en absoluto. Estas personas se debaten entre el deseo propio y la culpa de sentir impulsos prohibidos, entre la necesidad de ser y la rabia por no permitírselo. Se la pasan devanándose el cerebro diciéndose a sí mismos ‘debí haber dicho esto, hubiera hecho aquello’. Esta mala vida conduce a la tristeza y a la agresión a sí mismas. Se dicen que la culpa siempre es de ellas y se mueren de la pena por ser así. Les da vergüenza vivir así, y lo ocultan bajo una capa de “todo está bien”.
Y así, desatienden sus propias necesidades al extremo que olvidar lo que realmente les gusta. La única vida es lograr la buena opinión de los demás. Vivir esto durante mucho tiempo les lleva a terminar prefiriendo estar solas, aisladas, ocupadas en sí mismas, pero a escondidas, porque la presencia de los demás, incluso de su propia familia, las llena de obligaciones.
Es entonces cuando aparecen la ira y el resentimiento. Y la única salida es aprender a no cargarse de obligaciones innecesarias solo por el qué dirán, o por quedar bien, o porque sabe mal. Ser más flexibles, definirse por sus propios gustos y necesidades, más que por hacerlo todo perfecto.
No es nada fácil, por supuesto, porque se trata de contactar con esas emociones tan temidas. Es desvelar las creencias y los miedos ocultos que las sostienen, pero si no se entra a ese lugar entonces no puede haber integración.
Muchas personas creen que dejan salir la rabia, el resentimiento o la ira provocarán consecuencias indescriptibles, pero créame que es un temor infundado. En realidad ocurre todo lo contrario, porque desahogar las emociones forma parte de tenerlas.
Lo inhumano es tragárselas y dejar que se vuelvan tóxicas o, peor aún, sacarlas agrediendo a los demás.
Las emociones son la información sobre nosotros y sobre el medio. Gestionarlas y comunicarlas asertivamente es justamente el milagro, porque es cuando deja de importar lo que los demás piensen de nosotros y nace el respeto y la dignidad hacia nosotros mismos.
Más en redes sociales, pero también frecuente en la calle y en los lugares de trabajo, hay quienes aseguran a los cuatro vientos que nadie les importa, que se conducen bajo sus propios criterios y que nadie les puede decir cómo comportarse. Creo que esta actitud tiene que ver justo con lo contrario. Lo dicen porque en realidad están muy al pendiente de lo que la gente opine de ellos, porque no existe el amor propio.
Es imposible que exista un humano que viva por sí mismo, incluso viviendo aislado. En nuestra mente siempre están los demás, los fenómenos que nos envuelven, los recuerdos y las proyecciones, lo cercano y lo trascendente. Solos o en comunidad, el otro está ahí siempre presente en nuestra vida.
Cuando nos asalta el miedo a no encajar o, por el contrario, tememos quedar diluidos entre los prejuicios sociales y los intereses ajenos, pueden pasar dos cosas: nos adaptamos en exceso o nos rebelamos contra todo. Son intentos erróneos para abordar la adaptación entre ser uno mismo sin dejar de serlo ante los demás y, al mismo tiempo, reconocer a los demás en lo que son.
Las personas que se adaptan exageradamente a los demás, a las reglas, a las exigencias del contexto y a lo conveniente son las que se matan buscando la aprobación, sentirse aceptadas, reconocidas, pertenecientes, amadas incluso. Funciona como pago por tanto afán y entrega. El problema es que el costo de todo ese trabajo es la desconexión, los desengaños de los demás y llenarse de obligaciones absurdas.
En este oficio de reportero nos toca ver a cientos, a veces miles, de personas que buscan aprobación a toda costa, y por ello viven divididas entre sus intereses y los ajenos. No pueden decir que no. Se ven forzados a ser complacientes y cumplidoras, dignas de confianza, meticulosas y eficientes. Les da terror el error o los juicios equivocados y valoran en exceso la disciplina, la perfección y la lealtad.
Vivir así es no vivir en absoluto. Estas personas se debaten entre el deseo propio y la culpa de sentir impulsos prohibidos, entre la necesidad de ser y la rabia por no permitírselo. Se la pasan devanándose el cerebro diciéndose a sí mismos ‘debí haber dicho esto, hubiera hecho aquello’. Esta mala vida conduce a la tristeza y a la agresión a sí mismas. Se dicen que la culpa siempre es de ellas y se mueren de la pena por ser así. Les da vergüenza vivir así, y lo ocultan bajo una capa de “todo está bien”.
Y así, desatienden sus propias necesidades al extremo que olvidar lo que realmente les gusta. La única vida es lograr la buena opinión de los demás. Vivir esto durante mucho tiempo les lleva a terminar prefiriendo estar solas, aisladas, ocupadas en sí mismas, pero a escondidas, porque la presencia de los demás, incluso de su propia familia, las llena de obligaciones.
Es entonces cuando aparecen la ira y el resentimiento. Y la única salida es aprender a no cargarse de obligaciones innecesarias solo por el qué dirán, o por quedar bien, o porque sabe mal. Ser más flexibles, definirse por sus propios gustos y necesidades, más que por hacerlo todo perfecto.
No es nada fácil, por supuesto, porque se trata de contactar con esas emociones tan temidas. Es desvelar las creencias y los miedos ocultos que las sostienen, pero si no se entra a ese lugar entonces no puede haber integración.
Muchas personas creen que dejan salir la rabia, el resentimiento o la ira provocarán consecuencias indescriptibles, pero créame que es un temor infundado. En realidad ocurre todo lo contrario, porque desahogar las emociones forma parte de tenerlas.
Lo inhumano es tragárselas y dejar que se vuelvan tóxicas o, peor aún, sacarlas agrediendo a los demás.
Las emociones son la información sobre nosotros y sobre el medio. Gestionarlas y comunicarlas asertivamente es justamente el milagro, porque es cuando deja de importar lo que los demás piensen de nosotros y nace el respeto y la dignidad hacia nosotros mismos.
jose@antoniozapata.com