“Nos estamos volviendo idiotas” sostenía un video que llega cada tres horas por Whatsapp, y su postura es simple: la adicción al celular nos...
“Nos estamos volviendo idiotas” sostenía un video que llega cada tres horas por Whatsapp, y su postura es simple: la adicción al celular nos está volviendo tontos.
En 2017 el uso del teléfono inteligente ha sobrepasado la urgencia humana de comunicación, lo vital ahora es estar en línea prácticamente las 24 horas. Y, obviamente, el mercado lo sabe y lo alienta.
Según la empresa Cisco, en cinco años existirán más de cinco mil 500 millones de usuarios de móviles. Eso será el 70% de la población mundial. Los dispositivos inalámbricos representarán 98% del tráfico de datos móviles en 2020, y sus usuarios serán más que las personas que tengan electricidad (5,300 millones), agua potable (3500 millones) y autos (2800 millones) en 2020.
Es cierto que estar actualizado, disponer de millones de datos e información para la toma de decisiones, el ejercicio de derechos y mantener la comunicación con otras personas es un gran beneficio, pero cuando la accidental ausencia del teléfono se convierte en un trastorno psicológico, entonces la autoestima sufre, y la inseguridad personal crece desmesuradamente.
No son pocos los casos de insomnio, ansiedad y un estado de alerta constante provocado por la espera de la llegada de una notificación, una actualización e incluso la suma de likes. Y no hablemos de la angustia adolescente de quedarse "en visto" cuando se envía un mensaje.
No solo nos atemoriza dejar el celular en casa, sino que todo aquello que implica una responsabilidad nos aterra cada vez más. El teléfono celular es la barrera perfecta para nuestras inseguridades y carencias.
Nuestros dispositivos nos disculpan reflexionar de lo que nos pasa a nosotros y a los demás. Nos evitan la frustración y no pensamos, no lloramos, no sufrimos, no tocamos ni dejamos que nos toquen, no vivimos.
La reciente tragedia en la CDMX y en los estados del sur parecen confirmar esta teoría. Hemos sido testigos de la desgracia encerrados, aislados. Hemos visto la solidaridad y la heroicidad a través de una rendija.
La inmediatez bloquea la reflexión, el análisis profundo, el sufrimiento y la empatía. Y, dicho sea de paso, vivir con insomnio, ansiosos y en alerta perenne no es precisamente la mejor calidad de vida.
Y, tras este diagnóstico fatalista, ¿que hacemos ahora?.
¿Ponemos reglas en nuestro muro de Facebook?, ¿limitamos el acceso a Internet desde nuestro dispositivo?, ¿pedimos en nuestro estado de WhatsApp restringir el uso de celulares con la familia?, ¿pedimos en Snapchat a nuestros amigos que nos volteen a ver?, ¿clamamos vía Twitter recuperar la cordura y la educación?.
¿O, simplemente, nos atrevemos a dejar el celular en casa de forma deliberada y nos lanzamos a la loca aventura de recuperarnos a nosotros mismos?.
En 2017 el uso del teléfono inteligente ha sobrepasado la urgencia humana de comunicación, lo vital ahora es estar en línea prácticamente las 24 horas. Y, obviamente, el mercado lo sabe y lo alienta.
Según la empresa Cisco, en cinco años existirán más de cinco mil 500 millones de usuarios de móviles. Eso será el 70% de la población mundial. Los dispositivos inalámbricos representarán 98% del tráfico de datos móviles en 2020, y sus usuarios serán más que las personas que tengan electricidad (5,300 millones), agua potable (3500 millones) y autos (2800 millones) en 2020.
Es cierto que estar actualizado, disponer de millones de datos e información para la toma de decisiones, el ejercicio de derechos y mantener la comunicación con otras personas es un gran beneficio, pero cuando la accidental ausencia del teléfono se convierte en un trastorno psicológico, entonces la autoestima sufre, y la inseguridad personal crece desmesuradamente.
No son pocos los casos de insomnio, ansiedad y un estado de alerta constante provocado por la espera de la llegada de una notificación, una actualización e incluso la suma de likes. Y no hablemos de la angustia adolescente de quedarse "en visto" cuando se envía un mensaje.
No solo nos atemoriza dejar el celular en casa, sino que todo aquello que implica una responsabilidad nos aterra cada vez más. El teléfono celular es la barrera perfecta para nuestras inseguridades y carencias.
Nuestros dispositivos nos disculpan reflexionar de lo que nos pasa a nosotros y a los demás. Nos evitan la frustración y no pensamos, no lloramos, no sufrimos, no tocamos ni dejamos que nos toquen, no vivimos.
La reciente tragedia en la CDMX y en los estados del sur parecen confirmar esta teoría. Hemos sido testigos de la desgracia encerrados, aislados. Hemos visto la solidaridad y la heroicidad a través de una rendija.
La inmediatez bloquea la reflexión, el análisis profundo, el sufrimiento y la empatía. Y, dicho sea de paso, vivir con insomnio, ansiosos y en alerta perenne no es precisamente la mejor calidad de vida.
Y, tras este diagnóstico fatalista, ¿que hacemos ahora?.
¿Ponemos reglas en nuestro muro de Facebook?, ¿limitamos el acceso a Internet desde nuestro dispositivo?, ¿pedimos en nuestro estado de WhatsApp restringir el uso de celulares con la familia?, ¿pedimos en Snapchat a nuestros amigos que nos volteen a ver?, ¿clamamos vía Twitter recuperar la cordura y la educación?.
¿O, simplemente, nos atrevemos a dejar el celular en casa de forma deliberada y nos lanzamos a la loca aventura de recuperarnos a nosotros mismos?.