Mientras aún flota en el ambiente la pesadumbre por los trágicos acontecimientos generados por el temblor del 19 de septiembre, la indignant...
Mientras aún flota en el ambiente la pesadumbre por los trágicos acontecimientos generados por el temblor del 19 de septiembre, la indignante y absurda muerte de Mara Castilla a manos de un sociópata sigue desatando entre algunas mujeres, y algunos hombres, un sentimiento peligroso.
La rabia.
De manera aún incipiente en las calles, pero de manera manifiesta y ensordecedora en las redes sociales, las posiciones antagóncas entre el feminismo radical y la indiferencia criminal han polarizado la opinión y generado diatribas que se antojan insalvables, pues la muralla de la indignación es tan alta que la razón no puede brincarla.
La rabia ahoga el raciocinio, elimina el discernimiento, nulifica la inteligencia, merma el intelecto, niega la reflexión y condena a la capacidad de juicio al desprecio sumario de legiones que no tienen herramientas ejercer el entendimiento, pues la indignación por sí misma no exige argumentos ni pide estructura para generar ‘likes’ baratos y aplausos que valen una bicoca.
El odio que reciben las opiniones distintas al feminismo ultra ya se ha convertido en un riesgo para quienes ejercen la libertad de expresión que esos grupos reivindican para sí en exclusiva y airadamente. Es cada vez más frecuente que se les condene de forma verbalmente violenta, y a veces se les agreda hasta físicamente, como lo padecieron Jenaro Villamil y su protagonismo exacerbado, y vociferan órdenes a los seres de sexo distinto para que cierren la boca y no se atrevan a proferir ninguna opinión con respecto a un crimen que indignó a todos, no sólo a quienes se arrogaron el derecho intransferible de sentirse ultrajadas.
La muerte de Mara fue una afrenta a todos. Y para resolver el terrible problema de inseguridad se necesita de todos.
La indignación es un estadio primitivo que debe anteceder a la inteligencia para cimentar y edificar las soluciones entre los seres pensantes. La rabia en horda no es conciencia colectiva, y mucho menos opinión pública de fácil alabanza, sino un estado de abatimiento que conduce a quienes la ejercen a la propia aniquilación.
La rabia.
De manera aún incipiente en las calles, pero de manera manifiesta y ensordecedora en las redes sociales, las posiciones antagóncas entre el feminismo radical y la indiferencia criminal han polarizado la opinión y generado diatribas que se antojan insalvables, pues la muralla de la indignación es tan alta que la razón no puede brincarla.
La rabia ahoga el raciocinio, elimina el discernimiento, nulifica la inteligencia, merma el intelecto, niega la reflexión y condena a la capacidad de juicio al desprecio sumario de legiones que no tienen herramientas ejercer el entendimiento, pues la indignación por sí misma no exige argumentos ni pide estructura para generar ‘likes’ baratos y aplausos que valen una bicoca.
El odio que reciben las opiniones distintas al feminismo ultra ya se ha convertido en un riesgo para quienes ejercen la libertad de expresión que esos grupos reivindican para sí en exclusiva y airadamente. Es cada vez más frecuente que se les condene de forma verbalmente violenta, y a veces se les agreda hasta físicamente, como lo padecieron Jenaro Villamil y su protagonismo exacerbado, y vociferan órdenes a los seres de sexo distinto para que cierren la boca y no se atrevan a proferir ninguna opinión con respecto a un crimen que indignó a todos, no sólo a quienes se arrogaron el derecho intransferible de sentirse ultrajadas.
La muerte de Mara fue una afrenta a todos. Y para resolver el terrible problema de inseguridad se necesita de todos.
La indignación es un estadio primitivo que debe anteceder a la inteligencia para cimentar y edificar las soluciones entre los seres pensantes. La rabia en horda no es conciencia colectiva, y mucho menos opinión pública de fácil alabanza, sino un estado de abatimiento que conduce a quienes la ejercen a la propia aniquilación.